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El regalo de una resignación

¿Y qué se hizo ese señor, Ricardo Valdivia? Con esa pregunta que no me esperaba, la conversación de aquella tarde tomó otro rumbo. La mujer que está a mi lado me mira. Y yo me tomo el tiempo suficiente para enfocarme en el último recuerdo que me trajo la mención de ese nombre. Confieso que no me resultó fácil responder. En lo que llegaban los recuerdos a mi memoria, atiné a repetir: ¿Ricardo Valdivia? Y el nombre dicho por mí en voz alta se convirtió en un mecanismo que puso en movimiento una masa de recuerdos que vegetaban en el pleistoceno de mi memoria.

Doctor Ricardo Valdivia, se hacía llamar en ese tiempo. Tenía dos doctorados. Uno en filosofía, pero se ganaba la vida como catedrático de lingüística, con pocas asignaturas y un sueldo miserable en la universidad pública. Creía que era un dios, cuando regresó al país con la primera titulación de su carrera, hecha en una academia famosa de Madrid. Aspirante perpetuo a director de la Academia de la Lengua; y, con mucho esfuerzo y poco talento, llegó a publicar tres libros.

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«Te cuento la versión corta de sus últimos años. Conoció una señora de temperamento casquivano y rebelde. Muy bella, divorciada, esbelta, todavía joven. A la que amó con las fuerzas de su edad madura. Ella había salido de un matrimonio de tormentos emocionales, trajo al mundo tres hijos y todos, cuando se hicieron adultos, la abandonaron. La amaban, pero querían una vida sin ataduras, independiente. Querían, en cierta forma, volar detrás de sus propios sueños. Con amor y besos y lágrimas, los despidió, uno detrás de otro. El divorcio la dejó en buena posición, con una fortuna incuantificable, pero ella, para  sorpresa de todos, asumió un patrón de vida como si estuviera viuda. Ricardo Valdivia llegó en ese momento de vulnerabilidad. Borracho de amor hizo planes de boda, que solo él alcanzó a madurar, pero sin éxito. Y luego de una despedida espaciada y tormentosa, de idas y regresos, terminó por aceptar la encrucijada de ese amor incierto y decidió alejarse de manera discreta y en silencio.

»La palabra derrota todavía era una lejanía, algo incierto en su vocabulario. Así que no se quedó solo. Otra mujer, otro amor, otro cuerpo vino un día cualquiera y en un abrir y cerrar de ojos, entró en su vida. Yo la recuerdo perfectamente. Una tarde de invierno llegué a verlos juntos, tomando café en una terraza de playa. El tiempo que estuve en el lugar me permitió hacer un registro minucioso de ella. Era una mujer de piel canela, con un cuerpo espigado, como el tallo de un girasol. El conjunto de su rostro era una apetecible y seductora manzana en su punto exacto de maduración. El pelo enmarca su rostro sonrosado, los dos ojazos negros, pacientes y hermosos, la frente despejada, los labios inmaculados, intensos y excitantes, las mejillas arreboladas, de pómulos altos, el mentón tallado con gracia de escultor; y las cejas negras, bien dibujadas. Un profesor amigo de él me contó.

Tuvieron un amor de poema. Y besos episódicos y encuentros en camas distintas, de acuerdo a los lugares de los encuentros. A veces en la casa de ella y muchas veces en el departamento enorme de él; y cuando ese amor se cansó, fruto de los mismos besos y el dictamen de la resignación que llega con el peso de la edad, pasó varios años desorganizando el resto de su vida. No. Espera. Ahora recuerdo que hubo otra mujer, antes de que se encerrara hasta morir en un pudridero de ancianos, en las afueras de la ciudad, atendido con descuido y precariedades por una hermandad de religiosas.

»Esa mujer lo visitaba tres veces a la semana. Era una visita muy extraña. El tiempo transcurría entre largos silencios y algunas frases cortas de él, atrapado quizá por las primeras oleadas del olvido. Su condición apenas le permitía articular monosílabos.

—Sí. Ese episodio de su vida yo lo recuerdo de manera muy especial. A mí, por una casualidad que todavía no me explico, me tocó trabajar durante una semana en ese lugar. En mi condición  de geriatra pasé a cubrir una licencia del doctor titular. Un día, para mi sorpresa, me entero que esa mujer, apacible y silenciosa que lo visitaba, era tu madre.

—La presencia de ella allí, todas las semanas, era un regalo de la resignación, fruto de un perdón reposado.

—Tú siempre te negaste a visitarlo. En los últimos días de su desastroso despeñadero apenas pensabas en él. Creo que eras una criatura de vientre, cuando abandonó a tu madre. Ella era joven, pobre y durante el embarazo la mataba la desesperación. Y yo entiendo que ahora cuentes esa historia con tanta frialdad y desapego.

—No hice nada en contra de él. Todos tenemos debilidades. Estaba seguro que él era solo una pieza de tropiezo dentro de un proceso ineludible. En su naturaleza no estaba escrito que sería un hombre familiar. El tiempo, finalmente, hizo el movimiento maestro.

—Entiendo. No resultó un buen padre para ti. En realidad, se convirtió en una persona ingrávida, reducido a una sombra en tu vida. O quizá menos. En cada visita tu mamá lo miraba con una amargura desleída. Y allí, en sus ojos, estaba el brillo de un perdón inmerecido, madurado con el tiempo y la resignación.

Te invitamos a leer también: Una almohada vacía, a tu lado

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Rafael García Romero

Rafael García Romero. Novelista, ensayista, periodista. Tiene 18 libros publicados y es un escritor cuya trayectoria está marcada por una audaz singularidad narrativa, reconocido como uno de los pilares esenciales de la literatura dominicana contemporánea. Premio Nacional de Cuento Julio Vega ...

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